Columnas

12.7.10


(In)(ser)tidumbre* de Rafah Acevedo

El problema con tener todas las respuestas es olvidarnos de las preguntas. Entonces uno deja de interrogarse. Llega el punto en el que ni siquiera llegamos a plantearnos algunas dudas que, en todo caso, pondrían en juego (o a jugar) nuestra experiencia.

La experiencia es, en palabras de Blanchot, ponerse radicalmente en entredicho. Eso ocurre cuando se busca el límite de lo Bello y lo Bueno, de la Estética y la Moral.

Cuando desde el poder constituido, llámese estado neoliberal o academia, tenemos esa certidumbre, ese catálogo de respuestas, no hay manera de incorporar al Otro en nosotros. Así sólo se pueden explicar y neutralizar las preguntas.

La puesta en escena de la duda es el intento de pagar una deuda. Es la “performance” de la culpa. Soy producto de una sociedad machista. Lea los periódicos y verá los resultados de esa ideología. Vivo en una sociedad sexista, homofóbica, con prejuicios de clase y de raza. Por eso dudo y rechazo el discurso de la Ley y el Orden de Figueroa Sancha, el Arzobispo de Canterbury, o la Madre de los Tomates. Porque esos se cantan inmunes a esas bacterias ideológicas. Por mi parte, aceptando el barro y el polvo con el que me crié, cada vez que alguien me endilga un adjetivo lacerante acompañado de alguna fobia o ismo, tardo en responder. Tengo mis solidaridades claras, pero habrá, siempre, aquéllos que tienen la piedra siempre a la mano. Entonces, viendo despedazarse mi techo de cristal, me recompongo. Reflexiono sobre mis certezas. Y todo vuelve a aclararse.

Vuelvo a tener preguntas. Ensayo respuestas. Intento incorporar al Otro en mí mismo. Entiendo las pedradas. Tienen un cierto goce excedente. Vienen de las manos de la depuración de todo goce patológico. Yo no estoy inmune. No soy puro ni en el amanecer. No crucifico. No me lavo las manos a cada instante. Siempre voy a los que están perdiendo. Por experiencia.

n El autor es escritor.

* Columna publicada hoy en Buscapié del Nuevo Día

Democracia y participación*

Desde el acto fundacional del Estado moderno hasta la conservación de éste por medio de la fuerza del Derecho, la violencia y el Estado siempre han estado íntimamente ligados. En este sentido, la violencia de la democracia liberal, como la describiría Zizek, va más allá de el uso de la fuerza por parte de los aparatos coercitivos del Estado. Es probable que, cuando el momento represivo llega, la violencia ya se haya manifestado en otros espacios no estatales muchas veces más opresivos.


De esta manera, y para entender como la violencia se institucionaliza, deberíamos cuestionar no sólo la falta de participación en la toma de decisiones, sino la democracia liberal como proyecto político de la modernidad. Es decir, se vuelve urgente problematizar cómo, aún cuando la consigna es mayor participación, esa mayor participación excluirá siempre al otro que es objeto de dominación en espacios civiles.

En este sentido grupos que han sido convenientemente nombrados por el poder como minoritarios se encuentran desigualmente posicionados no sólo frente al poder del Estado sino también frente al de otros actores sociales.Las mujeres, la comunidad LGBTT, las comunidades de escasos recursos, los trabajadores y trabajadoras, por nombrar algunos, están insertos e insertas en violentos escenarios que viabilizan, a su vez, el ejercicio de la violencia por parte del Estado.

De esta manera, de poco sirve levantar como estandarte una mayor participación democrática si no se cuestionan -y problematizan- las estructuras que la truncan. Es decir, ¿cómo incluir dentro del proyecto político aquellos sujetos que han sido permanentemente excluidos de la modernidad? ¿De qué manera puede construirse un proyecto político basado en la inclusión que permita arreglos institucionales más justos y participativos? ¿Qué rol debe jugar el Estado en la consecución de estos fines?

Sin duda para alcanzar una mayor participación en la toma de decisiones es imprescindible abogar por la democratización de aquellos locus de poder que trascienden las estructuras estatales. Es inútil reclamar mayor participación de las mujeres en la cosa pública si no se exige primero la equidad entre los géneros. De la misma manera es absurdo exigirle a las comunidades mayor inserción en lo público si primero no se consiguen arreglos institucionales socialmente justos con nuevos patrones de distribución de la riqueza.

Frente a ese escenario no podemos perder de vista que las estructuras representativas del Estado han sido diseñadas para mantener es staus quo. La opción radical no puede ser una mayor inserción en estructuras que de por sí están basadas en la desigualdad de poder, el desafío político debe ser democratizar aquellos espacios no estatales para entonces lograr una participación inclusiva y por ende verdadera.

Esta columna se publicó hoy en la edición impresa de El Nuevo Día, pág. 48