Aceptar
Como defensor y activista de los derechos humanos, he sido testigo de innumerables milagros y he visto la extraordinaria capacidad que tenemos los seres humanos de cicatrizar. He visto tanto a gobernantes como a ciudadanos privados intentando cambiar políticas públicas y enfrentando batallas de amor que desembocan en acciones positivas para nuestra sociedad.
También he visto cómo niños y niñas en distintas partes del mundo han podido librarse de las garras de la esclavitud de una nueva era, estampas de sufrimiento que me arrebataron la inocencia, pese a querer aferrarme a ella.
Pero esos momentos de desconexión fueron hace muchos años y gracias al trabajo que hago con mi fundación, tengo la fortuna de poder decir que he reconectado con ese “niño” que existe dentro de mí y continúo aprendiendo de él, ahora más que nunca, cuando tengo la dicha de ser padre de dos criaturas a quienes espero criar enseñándoles que en el amor y el respeto se cimienta el futuro de la Humanidad.
Y aunque ando siempre por la vida intentado aferrarme a las cosas positivas que ésta me regala y hago todo lo que puedo para mantener una actitud optimista, hay momentos en que tengo que reaccionar. Llámenme romántico o persona no realista. Tal vez se trata de un mecanismo de defensa. O quizás se debe a que soy alguien que quiere romper con la cadena de pensamientos destructivos que tanto poder otorga a lo negativo y fácilmente envenenan el alma. En estas semanas he leído en la prensa muchos artículos que me estremecieron y desafortunadamente se trata de hechos que suceden en todas partes del mundo y en repetidas ocasiones.
Hablo de la discriminación ya sea por raza, género, nacionalidad, religión, etnia, discapacidad, orientación sexual o afiliación política. Me parece imposible creer que finalizando la primera década del siglo XXI sigamos lidiando con escenarios tan violentos provocados por la falta de respeto hacia los derechos de los demás a ser diferentes. Como seres humanos a veces nos resulta más fácil ignorar el dolor y decir: “Esto no tiene que ver con nosotros,” pero hoy siento que es imposible.
Por eso les escribo, porque una de las cosas más importantes que he aprendido, es gritar al mundo y hacerlos conscientes para enfrentar las injusticias. Como defensor de los derechos humanos, mi meta es ayudar en la búsqueda de soluciones a esas injusticias por lo que les pregunto: “¿Qué pasa, mi mundo? Y estoy seguro de que cada quien tiene su propia respuesta; pero al final, la respuesta colectiva parece dirigirse a lo mismo: “Queremos la paz”. Porque cuando creemos en la paz no hay espacio para la complacencia.
Las muertes de James Byrd, como la de Matthew Shepard, Jorge Steven López, Marcelo Lucero y Luis Ramírez, entre tantas otras víctimas de crímenes violentos “de odio” deben ser inaceptables para todos los seres humanos; porque todos somos seres humanos. Está en nosotros cambiar el paradigma, por eso cuando escucho como algunos medios se aferran a la palabra “tolerancia” cuando se trata de casos como éstos, me pregunto por qué, en lugar de hablar de que “necesitamos tolerar la diversidad” no decimos “necesitamos aceptar la diversidad”.
Una de las definiciones de tolerancia es “la capacidad para sobrellevar el dolor y las dificultades”. Otra es “el acto de permitir que algo suceda”. Para mí ninguna de estas definiciones incluye la aceptación.
Qué creen entonces, si en vez de decir: “necesitamos tolerar la diversidad” decimos, “necesitamos aceptar la diversidad”.
Aceptar la diversidad es el primer y más importante paso que podemos tomar para eliminar los crímenes de odio y para unir la Humanidad.
Si aceptamos, la Humanidad se une. Y si la Humanidad se une, la igualdad de los derechos humanos se convierte en realidad. Si la igualdad de los derechos humanos se vuelve una realidad, la paz está a nuestro alcance.
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