1.10.10

José (Columna publicada en El Nuevo Día)

Aún veo a José golpeando la puerta de la oficina de la tienda cualquier domingo por la mañana.  No estoy segura si es un recuerdo de un hecho verídico o una mala treta de la imaginación de quien busca entender, de alguna manera, su asesinato.  Lo cierto es que fueron muchos los domingos que lo vi, sartén en mano, trabajando en la tienda.


Mientras José yacía en el piso, sin oponer resistencia y sin estar armado, un agente de la Policía de Puerto Rico le disparó en la cabeza provocándole muerte cerebral. José Vega era humilde y negro así que, en el imaginario policial, cumplía con el estereotipo de criminal. Sin embargo, José trataba de detener un robo.

Una sociedad en que las desigualdades son cada vez mayores se convierte en una olla de presión.  Desigualdades políticas, sociales y económicas propician la violencia en todas sus manifestaciones.  El abuso policial es la expresión clara y evidente de la institucionalización del uso de la fuerza.  El Estado, a través de sus agentes, se arroga la potestad de matar y hace de la represión su herramienta fundamental de gobierno.

Todos somos testigos del incremento del abuso policial en los últimos meses.  Todavía están frescos en la memoria los incidentes del Hotel Sheraton y el motín policial del 30 de junio en el Capitolio.  Recordamos también la muerte de Miguel Cáceres y recientemente la joven de 17 años de quien un policía abusó sirviéndose de su poder como representante del Estado. Estos no son eventos aislados: son demostraciones de un mismo mal. 

La muerte de José es un síntoma de una institución enferma.  El “accidente confuso” que interrumpió su vida a los 22 años es suficiente muestra. Nosotros, como ciudadanos y ciudadanas, debemos entender que esto no es normal en un Estado democrático de Derecho. Debemos ser conscientes que el caso de José trascendió por tratarse de un asesinato, pero que todos los días el abuso policial se da en microespacios que no se divulgan a los medios pero que coadyuvan a que un policía desenfunde un arma y le dispare en la cabeza a un ciudadano inmovilizado.  Nuestro Estado democrático de Derecho no mata sino, acorde con nuestros principios constitucionales, tiene como norte la promoción del bienestar general y la salvaguardia del goce cabal de los derechos humanos. 

Sin embargo, la Policía abdicó su principal misión: proteger la vida; la Policía se convirtió en una especie de “cuco” que atemoriza hasta los más pequeños y apalea a los no tan pequeños.  La Policía te macanea en las manifestaciones, te patea los genitales en las protestas y te asesina de un tiro en la cabeza.  La Policía no te protege.

Mientras tanto, el corazón de José seguirá latiendo. Latirá, literalmente, en otro joven que lo necesita para vivir.  Se cumplió su sueño: salvar vidas, aunque lo normal hubiese sido que las salvara siendo médico; un policía le arrebató esa posibilidad.   

*Columna publicada en El Nuevo Día hoy, 1 de octubre, en la pág. 69


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