La modernidad desplazó el eje de la verdad del objeto al sujeto. El sujeto cartesiano articulado en la proposición cogito ergo sum supuso un giro epistémico que desembocó en el discurso científico como el principal legitimador del proyecto político moderno. Dilucidar el papel que desempeño el sujeto dentro de la construcción del Derecho, tal cual hoy lo conocemos, es central si se pretende comprender la construcción de las subjetividades en este entramado de significantes y significados; no en vano el Derecho se proyectó como un discurso científico con sus consecuentes pretensiones de universalidad, objetividad y neutralidad.
Fundamentar la existencia en el pensamiento supuso privilegiar aquél que piensa sobre lo qué es pensado, así el ámbito del pensamiento aparece en la modernidad como independiente de sus condiciones materiales de posibilidad. El Derecho se levantará, en la modernidad, como aquello que está ahí, susceptible de ser revelado por medio de la razón y articulado a través del lenguaje. Platón, en cambio, sostenía que era el logos la condición de posibilidad del pensamiento; dicho de otra manera, para Platón el pensamiento se diferenciaba del lenguaje, para Descartes no podrá haber lenguaje sin pensamiento. En este sentido, el Derecho como lenguaje no podría separarse del pensamiento y éste, a su vez, no puedría desligarse del sujeto que piensa. No es extraño entonces advertir que bajo las pretensiones de neutralidad y objetividad el Derecho no sea otra cosa sino una construcción del pensamiento con pretensiones universales.
En este sentido, podríamos decir que el Derecho vino a ocupar un espacio que, de cierta manera, la religión había dejado vacío. Es decir, el reconocer que el legado platónico-cristiano se había agotado permitió una nueva forma de pensar; ante el vacío que provocó la inexistencia de Dios como fundamento último de todas las cosas, políticamente fue necesario que apareciera una nueva explicación universal y totalizadora, esta vez sin arrebatos divinos, y el Derecho moderno vino a ocupar ese lugar. No es posible que el Estado de Derecho, como legitimador del Estado moderno liberal, hubiere podido construirse como tal fuera del paradigma cartesiano. En última instancia, ese sujeto que pensaba necesitaba los asideros del Derecho para hallar un centro que le sirviera de apoyo último. Se me ocurre pensar que cuando Hannah Arendt nos invitaba a pensar sin barandillas no hacía otra cosa que proponernos un pensamiento libre en el vacío, libre del poder de aquello que lo fundamenta; no debería sorprendernos su propuesta si leemos a Arendt como lectora de Heidegger.
En tanto Descartes encontró en la formulación de una ficción, como si hubiese Dios, la condición de posibilidad de la verdad, podríamos decir que políticamente el Estado necesitó del mito, como si hubiese Justicia, para poder sostenerse legítimamente. No podemos olvidar cómo el platonismo se refuerza en Descartes como tampoco podemos dejar de leer a Platón como un filósofo del Estado. Así cuando Platón encontraba el fundamento último de todas las cosas en la Idea, Descartes lo encontró en el sujeto que piensa. Siendo que la dualidad idea-representación permanece en la modernidad en las representaciones del pensamiento del sujeto que piensa, el Derecho sería la representación del mito como si hubiese Justicia.
A diferencia de Descartes, Platón reconoce un pensamiento independiente y abocado a la verdad. En este sentido, cualquier representación del pensamiento no es otra cosa sino una degradación de éste porque el pensamiento se sostiene a sí mismo. Claro, eso no implica que Platón no esté atento a las realidades políticas, así reconoce la necesidad del mito para la organización política de la polis y lo propone y defiende en la República. Es decir que aún cuando el pensamiento sea independiente del proceso de individuación, éste sólo es posible metafísicamente, parece ser que no podría haber en Platón sujeto que piensa porque el sujeto mismo es una representación. Ahora bien, todavía cuando Platón reconocía la necesidad de la organización política no va a ser hasta la modernidad que el Estado aparecerá en su configuración actual. El paradigma cartesiano permitirá invertir la fórmula platónica para levantar el Estado-liberal en función del sujeto que piensa. De esta manera, el pensamiento ya no está abocado a la verdad porque la verdad está en el sujeto, lo cual dará pie a Heidegger para denunciar lo que él llamaría el olvido del ser. Es en ese olvido del ser abocado a la verdad que el sistema normativo comienza a encontrar en el control del sujeto que piensa todo su poder político. Es este humanismo hiperbólico lo que posibilitará aquello que Foucault conceptualizaría, tiempo después, como biopoder. Si el pensamiento ya no es pensamiento en el vacío, si no es independiente del yo que piensa y si ahora el pensamiento tiene centro ese centro tiene que se cooptado por lo político en tanto es fuente de poder. Foucault era consciente que con el inicio de la modernidad y el paradigma cartesiano había nacido la biopolítica.
A esta altura no debería asombrarnos las críticas de las cuales el pensamiento de Heidegger fue objeto. El poder político encontraba en el legado platónico-cristiano su fundamento último y el pensamiento de Heidegger era esencialmente anti-platónico, socavando así la herencia de la filosofía occidental. Heidegger le achacaba a la Filosofía occidental haber caído en la metafísica, olvidándose de la pregunta por el ser. Denunció la confusión del ser con el ente y propuso la destrucción de la metafísica. De esta manera, no era extraño que aquellos que encontraban en la tradición los fundamentos últimos que legitimaban el orden político denunciaran proyecto filosófico de la manera en que lo hicieron.
Proponer la destrucción de la metafísica significaba abandonar al sujeto que piensa como fundamento último del pensamiento y en consecuencia de la Historia. Esto, a su vez, implicaba socavar la zapata de toda la estructura de dominación moderna incluyendo el Derecho. Así, siguiendo a Derrida, se ponía de manifiesto otra dimensión del sujeto, ya no como aquél que sostiene la acción y hace la Historia, sino como aquél que padece la acción y en consecuencia padece la Historia. Esto repercutiría en el Derecho atacando su pretendida objetividad y neutralidad al atacar su fundamento. El sujeto no haría el Derecho sino más bien lo padecería porque a la articulación del Derecho le antecedería, según el esquema heideggeriano, su representación. Es decir, la destrucción de la metafísica requiere la deconstrucción del sujeto cartesiano como aquella entidad que sostiene la acción y por tanto supone el desmantelamiento del anclaje del pensamiento tal como lo ha impuesto la modernidad. Las implicaciones políticas del pensamiento de Heidegger no podían ser bienvenidas, la denuncia de una metafísica del pensamiento y por ende del Estado atentaba contra todas las estructuras de poder, empezando por el Derecho. Desde Heidegger ya no se podría afirmar la existencia de un centro fundacional y esto atacaba el Derecho tal como fue construido en la modernidad. Afirmar la ausencia de centro y un pensamiento en el abismo presuponía aniquilar la objetividad y la neutralidad del discurso jurídico.
Hablar de una metafísica de la subjetividad implicaba denunciar un sujeto descarnado y objetivado, sujeto que había pasado a ser el fundamento último de todo pensamiento. Esto implicó que la estructura de poder lograra normalizar el pensamiento a través de la subordinación de la ciencia a la técnica. El discurso científico, basado en la metafísica del sujeto, se convirtió en la condición de posibilidad de la dominación moderna. No muy lejos de ello, Foucault, como ya se señalara encontró en el biopoder la forma de dominación moderna. Así, al Heidegger señalar que la filosofía había olvidado la pregunta por el ser y habían confundido el ser su representación óntica; atacaba todas los fundamentos modernos y socavaba el centro último del poder señalando que la domesticación de la naturaleza por medio de la técnica se vuelve un instrumento deshumanizante. Identificarlo como el ideólogo del nacional socialismo fue un mecanismo de autodefensa del orden político, descartar a Heidegger y señalarlo como el pensador catalítico, junto a Nietzsche, de los totalitarismos del siglo XX buscaba principalmente aferrarse al paradigma cartesiano que aseguraba, bajo pretensiones de universalidad, neutralidad y objetividad, la existencia de la bipolítica y el biopoder. Confundir el sujeto que piensa, ser en el tiempo, y descartar la pregunta del ser del ser posibilitaba el dominio de lo óntico sobre lo ontológico; no debería extrañarnos entonces que ese dominio de lo óntico con su consecuente humanismo hiperbólico posibilitara los regímenes totalitarios.
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